Valencia (15.10.2014).- “Muy Honorable Presidente y honorables miembros del Consell, Excelente Vicepresidenta de la Mesa, espectables Secretarios, ilustres señorías diputados y diputadas, dignísimas autoridades, señoras y señores:
Creo firmemente que la Democracia Parlamentaria es, aún con todos sus defectos, la forma más eficaz y eficiente de organización de la vida en una sociedad en libertad y plenitud de derechos, y estas Corts Valencianes son la sede de la democracia valenciana y la primera institución de la Generalitat.
Quienes aquí nos reunimos representamos la voluntad libremente expresada del pueblo valenciano y debemos hacer siempre honor a tan alta representación.
Siendo esto así, cabría preguntarse por el descrédito que pesa actualmente sobre las instituciones políticas y sobre quienes en ellas ejercemos.
Vaya por delante que, en toda democracia, la crítica hacia los aspectos negativos del sistema forma parte consustancial del mismo. Y esto, que es positivo porque permite operar los mecanismos correctores que procedan, tiene sin embargo la consecuencia inevitable de subrayar con preferencia sus rasgos negativos.
Precisamente, delante de esta omnipresente visión peyorativa del sistema de Democracia parlamentaria reaccionó Winston Churchill con la conocida afirmación de que “este es el peor sistema, si excluimos todos los demás”; sofisticada y británica manera de decir que este es el mejor sistema de todos los ensayados para articular la convivencia en sociedad.
Coyunturas desfavorables, como la crisis económica, acentúan la disposición crítica del pueblo al no ver satisfechas sus expectativas de bienestar y mejora o al constatar situaciones de abuso o de corrupción, que precisamente los mecanismos de transparencia del propio sistema ponen de manifiesto y, en definitiva, al no apreciar en los políticos actitudes adecuadas a la situación actual.
Así por ejemplo, si hacemos el saludable ejercicio de alejarnos de los ámbitos partidistas y militantes, encontramos que es mucha la gente que no entiende la actitud maniquea en los comportamientos parlamentarios. Que no puede entender cómo es posible que ninguna de las medidas del gobierno de turno sea aceptada por la oposición y que ninguna de las iniciativas de la oposición sea suscrita por las mayorías que apoyan al gobierno. Y no es suficiente que nos apresuremos a poner ejemplos de algunas cuestiones acordadas por todos: La gente intuye, sabe, que hay cuestiones esenciales, vitales para su futuro, sobre las que debería imperativamente haber acuerdo pero no lo hay. Y no lo hay generalmente por tácticas coyunturales y actitudes que sólo pretenden ventajas cortoplacistas. No nos extraña, pues, que la gente nos considere y nos califique más a la luz de “El Príncipe” de Maquiavelo que de la “Política de Aristóteles”.
Señorías, a veces tengo la impresión, y esta es una imagen que se ha utilizado alguna vez en la Cámara -y por tanto es compartida por otros-, de que estamos aquí como en el infierno de Dante, (ya saben ustedes: “Lasciate ogni esperanza”), asistiendo a una estéril y pugnaz confrontación donde unos y otros se empeñan en ahondar las diferencias, cercenando todo asomo de acuerdo.
Al respecto, me vienen a la memoria los versos del gran poeta griego alejandrino Constantin Kavafis:
“Ni a los lestrigones ni a los cíclopes,
ni al malvado Posidón hallarás
si no los llevas dentro de tu alma
si no los yergue tu alma ante ti…”
Tal parece, señorías, que los grupos, unos y otros, se empeñen en proyectar sobre el contrario su repertorio arquetípico e interiorizado del enemigo, para así justificar el radical desapego político.
Pero en realidad Señorías, la Democracia genuina exige desterrar del pensamiento político la idea de “enemigo” reemplazándola por la de “adversario”. Porque al adversario se le discute, se pretende desplazarlo, desalojarlo de su posición o impugnar sus ideas, con energía, con dureza, con radicalidad incluso, pero se le respeta; en tanto que del enemigo se busca la exterminación, se le cosifica, se le desprecia, y todo ello porque se le odia.
Y señorías el odio es incompatible con la idea de la democracia, porque el odio nos aparta de la consideración de la dignidad que el otro, como ser humano, merece. Y la democracia o es respeto por la dignidad de la persona o nada es.
Nada positivo se ha construido en la historia sobre el odio, porque el odio lleva necesariamente a la violencia primero verbal (les recomiendo aquí la lectura de la obra “Palabras como puños” editada en 2011 por Fernando del Rey sobre la intransigencia política en la Segunda República), y después de ser verbal la violencia pasa a ser casi inevitablemente material. Y la violencia, en cualquiera de sus formas, es la negación, el fracaso y la patología de la política.
Si la gente de la calle demanda, pues, del político que discrepe cuando deba pero acuerde cuando deba, hagámoslo así y hagamos como prescribía Adolfo Suárez, en una hora también difícil para España, que sea normal en la vida política lo que es normal en la calle. Y no olvidemos tampoco en esta hora, la convicción y la exigencia de la ciudadanía de que el comportamiento y la ejecutoria de todos quienes aquí les representamos sean intachables. Y debe ser intachable porque no puede ser de otra manera.
Tal vez parezca una obviedad, pero en una Democracia Parlamentaria el centro de la vida política debería ser el Parlamento. Sin embargo, eso no es así, aquí y fuera de aquí. Antes y ahora.
El letrado Fernando Santaollada, en un trabajo que tienes algunos años (es de 1989), señalaba causas de la pérdida de predicamento de los parlamentos, entre otras, las siguientes: el predominio del Ejecutivo por una lado y, por otro, el desplazamiento del debate público hacia otros ámbitos distintos del parlamentario, fundamentalmente hacia los medios de comunicación.
En cuanto al primer punto, es lógico que el Gobierno, en este caso el Consell, al ostentar la capacidad ejecutiva y protagonizar todos los actos administrativos, centre la prioritaria atención prioritaria de la opinión. La tentación de disfrutar en exclusiva de esa atención es más que evidente, desde siempre y en todos los casos.
Pero si se pretende, y nuestro momento actual así parece reclamarlo, potenciar la participación y el debate público, tal vez fuera bueno que los anuncios importantes del Gobierno, más allá de los debates de política general, es decir, la presentación de los planes cardinales de una u otra conselleria, y de sus iniciativas más señeras, o del balance de las comentadas actividades, tuviera lugar en sede parlamentaria. La vida reglamentaria faculta al Consell para comparecer ante Les Corts en cualquier momento.
Asimismo, también centraría un mayor interés sobre la Cámara la posibilidad, hasta ahora remota, de que la oposición ponderara sus valoraciones tras los oportunos debates y propiciara un escenario parlamentario de ocasionales y bien fundamentados acuerdos, lo que indudablemente trasladaría a los ciudadanos el convencimiento de auténtica utilidad de esta Cámara.
También podría ser que los grupos de la oposición, informados y debatidos los temas, desde el principio y en profundidad, encontraran innecesario presentar repetidas peticiones de comparecencias y de otras iniciativas redundantes hasta que no se produjeran cambios esenciales en las cuestiones debatidas.
Podría continuar argumentando, pero resumiré mi posición respecto al funcionamiento parlamentario diciendo que, sin ningún detrimento de la necesaria confrontación de ideas y propuestas, núcleo esencial e ineludible del parlamentarismo democrático, el Consell ha de tener consideración con la oposición y la oposición con el Consell.
La segunda cuestión, el desplazamiento del debate público hacia los medios de comunicación, creo merece también una reflexión, siquiera sea breve. Es evidente que los medios tienen sus propias estrategias de comunicación y sus líneas editoriales y que evalúan el potencial interés público de las diferentes informaciones surgidas del medio parlamentario y que pueden legítimamente considerarlas de escaso interés informativo, pero también es cierto que el propio interés prestado por el medio puede tornar interesante algo que a priori no lo parece.
Se me argüirá inmediatamente que, salvo alguna truculencia, mucho de lo que aquí ocurre no interesa. Pues, señores, hagamos que interese: unos y otros y todos.
He pensado desde siempre, por ejemplo, que si se desmenuza para el gran público un proyecto de Ley del Gobierno o una proposición de ley de la oposición, se evalúan sus pros y sus contras, se ponen de manifiesto los aspectos concretos en que puede verse afectada la vida ciudadana por el texto legal en cuestión, de ello nacerá un interés en el público. Y además todo ese proceso acabará matizando positivamente las posiciones de los grupos, porque entre medios, parlamento y opinión pública existe una más que evidente ósmosis y todos lo sabemos y lo valoramos.
A mi parecer, el trabajo de los medios de comunicación puede ejercer en Les Corts una influencia altamente positiva. Si se alaba el discurso de un parlamentario, el siguiente será mejor; si se critica el de otro, el siguiente seguro que es menos malo.
Critíquese la abulia y rutina de alguna intervención o la desmesura de alguna otra: seguro que se logrará alguna dosis de enmienda. Censúrense las conductas inapropiadas, las vestimentas estrafalarias o los excesos de cualquier tipo y de cualquier grupo y muy probablemente algo se enmendará. Todo menos el vacío o la generalización. Yo veo que los medios de comunicación son, respecto a la vida parlamentaria, como una especie de médicos: Si diagnostican y apuntan el remedio, puede existir cura o al menos alivio. Si hay “omisión de socorro” por ausencia total de información o un desahucio generalizado de tipo “ahí nadie hace nada” o “todo es un desastre” no se hará sino agravar la enfermedad que nos aflige.
En todo caso quede aquí, inherente a mi comentario, subrayada con rotundidad la importancia trascendental de los medios de comunicación para una Democracia saneada y toda mi consideración personal e institucional hacia ellos.
Señorías, el 11 de noviembre de 1903 (hace casi 111 años), cuando comenzaba a fraguar la crisis del modelo de la Restauración que diseñó la Constitución de 1876, decía en un pleno del Congreso de los Diputados D. Antonio Maura:
“Yo no sé si estaré alguna vez en condiciones de prestar (a mi país) otro servicio que el de manifestar públicamente mis anhelos; pero yo procuraré no gravar mi conciencia con el remordimiento de haber hecho el mal; y uno de los mayores males en esta dispersión de las fuerzas políticas y en esta fermentación de los partidos es deshacer núcleos que existen, es deshacer cohesiones que se han formado”.
Nadie hizo caso al ilustre prócer mallorquín, se siguieron deshaciendo núcleos y cohesiones. El resultado es bien conocido: pocas décadas más tarde dos dictaduras y en medio una República de vida convulsa y una cruelísima Guerra Civil.
Existen ahora también núcleos y cohesiones, y también quien se empeña en deshacerlos. Nuestros núcleos y cohesiones actuales son la Constitución y el Estatuto. Ni España ni Europa son, desde luego, las de 1903 y no son de esperar semejantes consecuencias catastróficas, pero los impulsos disgregadores son intemporales, siempre están ahí al acecho de la ocasión y siempre serán, como la historia demuestra, nocivos para el conjunto de la sociedad. Para que no triunfen se precisa lealtad a las leyes, voluntad clarísima de reformas y colaboración para llevarlas a cabo.
Reformas digo y en nuestro ámbito concreto la del Estatut desde luego, y porque no, la del Reglamento de Les Corts. Y de todo aquello que vaya a favor de la participación y la transparencia; y de todo lo que sus señorías consideren, tanto desde el Grupo que sustenta al Gobierno como desde los grupos que conforman la oposición. Pero Reformas pues, y cuanto antes mejor. No hay tiempo que perder señorías, ni tan siquiera siete meses, estos siete meses que le quedan a la presente Legislatura. Ese es mi anhelo, y como Maura lo manifiesto públicamente, y parafraseándole “poco más puedo hacer por mi país” desde esta mi actual posición institucional de neutralidad.
Desde ahora mismo me pongo a disposición de todas sus señorías. Mi despacho estará siempre abierto a diputados y diputadas, a los Grupos, letrados y personal de la Cámara y medios de comunicación. A todos.
Cumpliré, como siempre he hecho, las Leyes y Reglamentos, y muy en especial el de esta Cámara que es la norma que la rige con fuerza de ley. Y, si me lo permiten, trataré en todos los casos de defender el uso y ejercicio de la palabra, de unos y de otros. Porque Parlamento es palabra y palabra es idea, inteligencia, capacidad de progreso. El ruido es simplemente cacofonía estéril.
Y me permitirán que finalice con los obligados y además sentidos agradecimientos:
En primer lugar al President de la Generalitat y de mi partido, Alberto Fabra, que con su confianza ha propiciado mi elección, y a todos mis compañeros del Grupo Popular que la han hecho efectiva.
A los diputados de la oposición que han reforzado la legitimidad de este acto parlamentario con su participación. Muchas gracias.
Un recuerdo agradecido para todos los que han colaborado conmigo en las diferentes etapas de mi vida pública.
También mi agradecimiento y un recuerdo especial a mis paisanos de Vila-real, hoy aquí tan bien representados.
Gracias a todos los que en la vida política me han dado su apoyo y me han permitido llegar hasta este lugar de gran responsabilidad:
Al añorado Presidente del Gobierno de España, Adolfo Suárez, que personalmente posibilitó en 1991 mi candidatura a la Presidencia de la Generalitat por el CDS que, aunque no tuvo éxito, resultó muy aleccionador para mi.
Al Presidente Eduardo Zaplana que me nombró portavoz del Grupo Popular y reforzó con esta decisión mi vocación parlamentaria.
Al Presidente Francisco Camps que confió en mi, reiteradamente, como Conseller en sus sucesivos gobiernos, manteniéndome contra viento y marea.
Al ex Presidente de Las Cortes, Juan Cotino, que me ha enseñado como se pueden administrar estas Cortes con prudencia y austeridad.
Y en fin, a mi familia. A mis padres, a quienes todo debo. A mi esposa, hijos y nietos que me acompañan. Sobre todo, y si me lo permiten, a estos últimos. Se decía en la pomposa literatura de otros tiempos que los nietos son para un abuelo báculo de su vejez. Sólo deseo que ese báculo se asiente para ellos y toda su generación en una tierra mejor, en una Comunitat Valenciana mejor y en una España mejor que es, en definitiva para lo que todos, señoras y señores, estoy seguro, trabajamos.
Muchas gracias.”