1. Don Martín el Humano, el final de una dinastía

Su crónica, escrita entre 1418 y 1424 por un partidario de la casa de Trastámara (V. J. Escartí), nos ofrece la primera aproximación a su persona. El cronista, que lo apoda “lo Ecclesiàstich” aludiendo a su excesiva religiosidad, nos cuenta que está enfermo -señala que padece hidropesía- y le critica su actitud respecto a algunos consejeros de su hermano, absueltos e incorporados a su corte en 1398, así como la dejación de la problemática sarda en manos del heredero. Concluye su relato con una frase demoledora: “despuys que fon vengut de Cicília, no feú nenguns affers de cap” (F. P. Verrie). Texto, que como señala A. Haüf, hace evidente que las crónicas suelen estar al servicio de la política.

Ya asentada la nueva dinastía, El Dietari del capellá d’Anfos el Magnànim presenta una visión mucho más favorable “molt savi, justicier e molt virtuos”. Imagen que ha recogido la historiografía posterior desde el siglo XIX hasta el momento actual: “Enérgico y severo con los rebeldes, benigno con los vencidos, justo en todas las ocasiones” (J. Martínez Aloy); “Pacient, negociador i respetuós amb les institucions parlamentaries” (J. Mª Salrach y E. Duran); de “carácter pacífico, bondadoso, inteligente, culto y erudito -con acusados rasgos prehumanísticos-, alejado de la algarabía de la guerra” (E. Berenguer). Rasgos que se resumen en el apelativo del Humano, con el que ha pasado a la Historia.

Nacido en Perpiñán (29 de julio de 1356), es el segundo hijo de D. Pedro el Ceremonioso y Dª Leonor de Sicilia. Su matrimonio con Dª María de Luna (1372), heredera de “tan gran estado que ningún rico hombre le tenía mayor en España” (J. Zurita), amplía considerablemente su ya extenso patrimonio. Bienes a los que se añade el nombramiento de conde de Besalú, senescal de Cataluña (1368), conde de Jérica (1372) y lugarteniente real en Valencia (1378), dados por su padre; y la designación de duque de Montblanch (1387) y lugarteniente otorgado por su hermano, al que sucederá en el trono (Mª T. Ferrer).

Don Martín recibe la noticia de la inesperada muerte de Don Juan en Sicilia, isla a la que se había trasladado para apoyar los derechos de su nuera, la reina Dª María, casada con su hijo en 1392. La capital, que apoya sus proyectos sicilianos y su sucesión a la Corona, aporta dinero y una galera a la embajada, que se traslada a la isla para comunicarle la fatídica nueva y traerlo de regreso.

Su esposa, Dª María de Luna, reconocida rápidamente como reina, asumirá la regencia y comenzará a tomar decisiones: resuelve las alegaciones sobre el embarazo de la reina viuda, Dª Violante de Bar; procede contra los consejeros de D. Juan acusados de delitos, que van del engaño a la traición; envía a D. Martín la embajada que debe comunicarle el fallecimiento de su hermano y acompañarle en su retorno; dispone la defensa frente a las pretensiones de Mateo de Foix, casado con una de las hijas del difunto y un largo etcétera … (A. L. Javierre)

Don Martín sale del puerto de Mesina en Sicilia el 13 de diciembre de 1396, tras solucionar los asuntos urgentes y dejar la isla en manos de su primogénito (“Dietari del capellà”). Su periplo por Cerdeña (Cagliari y Alguer), Córcega -es el primero que visita a sus fieles en esta isla-, y Aviñón, para prestar fidelidad por ambas islas a Benedicto XIII y del que obtiene la “concessió del dit regne Sicília per al dit fill seu”, retrasa su llegada a Barcelona casi en un año. Esa larga travesía de vuelta, el proceso de los condes de Foix (1397), la coronación (1399), las Cortes de Zaragoza (1398-1400), las fiebres tercianas… aplazan su entrada en Valencia hasta mediados de 1401.

Su política exterior, orientada hacia la paz (tratados con Navarra 1399, Túnez 1403, Granada 1405, Francia 1406 y Castilla 1409), está dominada por dos temas: la política mediterránea, en la que sigue las directrices intervencionistas de su padre, y el cisma de la Iglesia, en el que mantiene la ayuda iniciada por su hermano al papa.

El monarca defiende sus posiciones mediterráneas respaldando las campañas de su hijo en Sicilia y Cerdeña, en un intento de vencer la resistencia sarda, encabezada por Brancaleone Doria, Leonor de Arborea y su hijo Mariano, a los que apoyan los genoveses. El ataque organizado por Valencia y Mallorca al norte de África es más una respuesta a la agresión (robo en Torreblanca de las Sagradas Formas en 1398) que al deseo de expansión de la época de Jaime II. La muerte del heredero (1410), tras la victoria de Sanlauri sobre los sardos (1409), dará al traste con sus proyectos.

Frente al cisma papal, que divide a la Iglesia y a la Europa del momento, opta por Benedicto XIII, tío de su esposa y favorable a su política mediterránea: le apoya frente a las tropas francesas y le acoge en Peñíscola, tras ser declarado cismático por el concilio de Pisa (1409). No recibirá como contrapartida, cuando se plantee el conflicto sucesorio, el apoyo papal para su nieto, Federico de Luna.

Su política interior, centrada en el fortalecimiento del proyecto monárquico (recuperación de propiedades y derechos reales, consolidación de la fiscalidad del Estado…) viene marcada por la herencia que recibe: unos reinos agitados por conflictos sociales e inmersos en dificultades económicas y una hacienda arruinada. El progresivo deterioro de la última durante el reinado de su padre -crisis, peste y guerras con Castilla y Génova- y, sobre todo, de su hermano -mala gestión-, encuentra eco en los comentarios de los extranjeros y mercaderes de su época “que lo rey d’Aragó no ha ca menjar” así como en este acta. La política de venta del patrimonio real en los momentos de crisis y su recuperación pasadas las dificultades, práctica habitual de la monarquía, era cada vez más difícil, tal y como ha señalado Mª T. Ferrer.

Este monarca aborda el problema desde el doble frente, legal y financiero. Primero se compromete, aunque no siempre lo respeta, a mantener la unidad de su patrimonio y amplía el privilegio de la unidad de los reinos (1399). Disposiciones que permitirán a los estamentos, alegando agravio, demandar la anulación de las disposiciones en contrario. En segundo lugar, solicita apoyo económico a sus vasallos para proceder a la recuperación del mismo.

La muerte de su esposa en Villarreal, a finales de diciembre de 1407 a causa de la peste, y de su sucesor, Don Martín el Joven, en 1409 (el único de sus cuatro hijos que ha superado la infancia) le obligan a contraer nuevas nupcias. Su matrimonio con Dª Margarita de Prades (1409), cuando ya ha pasado la cincuentena, es un intento frustrado de dar a sus reinos un nuevo heredero. Su muerte en el monasterio de Valdoncella, sólo un año después, sumirá en un gran desconsuelo a sus reinos.

El problema sucesorio eclipsa sus proyectos y logros políticos. No sólo no consigue legitimar a su nieto bastardo, Federico de Luna, e imponer su candidatura, sino que deja sin resolver la sucesión. Preguntado por los patricios barceloneses en su lecho de muerte “¿Plau-vos que la successió dels dits vostres regnes e terres, après obte vostre, pervinga a aquell que per justicia deurà pervenir?, sólo tiene tiempo, según E. Berenguer, para contestar afirmativamente (oc). La sentencia de Caspe (1412), en la que participan activamente Benedicto XIII y los hermanos Ferrer (Vicente y Bonifacio), pondrá sus estados en manos del linaje castellano de los Trastámaras.

La muerte del heredero y el pesimismo de ese cambio dinástico dominan la historiografía, eclipsando la figura y tarea llevada a cabo por Don Martín, tal y como se evidencia en su crónica “lexant dols, plors e amargures de cor en les terres d’aquest rey son pare, e el doble més en lo seu regne de Sicília”; en el Dietario del capellán de Don Alfonso el Magnánimo de mediados del siglo XV “E la terra e regnes romangueren sens primogénit e sens hereter, e totes les terres e regnes e gens restaren ab mol grans congoxes e tribulació e grans bandositats”; y en la crónica de P. Tomich (1534) “tota la victoria [campaña sarda] torna en plor e ab gran dol, no sens rahó, que en aquell jorn se perde la honor e prosperitat de la nació” o, más recientemente, en los trabajos de J. Mª Salrach y E. Durán (1981) “haurem de convenir que la dinastía catalana, després de cinc-cents anys de governar el país, semblava esgotada i que, en certa manera, la crisi biològica acompanyava l’estructural”.